Éste es un relato muy largo que estoy escribiendo por capítulos. Espero os guste.
Diarios del Viento.
Prólogo.
Era una tarde hermosa, pensaba. Los rayos anaranjados del atardecer dejaban su cálido beso en su rostro, mientras se despedía, un día más, de sus compañeros.
-Samanta, ¡espera!- Oyó decir a la siempre alegre Lucía, mientras corría a su encuentro. La alcanzó justo en la puerta del barracón médico, casi sin resuello- Uff... oye, mañana abrían de nuevo la zona comercial, ¿no? ¿Vienes con nosotras?
-Pues verás, eh... voy a ver si Fernando quiere venir conmigo – El sólo pensarlo hizo que se pusiera colorada hasta la raíz de su castaño cabello, sonrojando su redondo rostro y erizando el vello de todo su bajo cuerpo.
-Ehh... nuestra pequeña Sam se nos va a lanzar, ¿no?- Lanzó una pícara sonrisa a su siempre tímida compañera, que aún iba vestida con el uniforme de enfermera militar- Dile que le harás algo que no olvidará, y no se negará, ya lo creo -La insinuación puso aún más intranquila a Samanta-Venga, tira a la puerta, que hoy le toca guardia allí: seguro que le pillas.
-¡Gracias!-Dijo, mientras, salía corriendo.
-De nada, pero luego ¡cuéntame los detalles!
-¡Vale!
-¡Todos!
Se dirigió velozmente a la puerta del Cuartel. Al llegar a ella, observó en todas direcciones, pero no encontró a Fernando.
Vaya-Pensó-Tal vez le toque guardia en otra zona.- En ese instante cruzó la puerta el Teniente Jiménez, uno de los altos cargos del Cuartel. Fue hacia él rápidamente: sabía que era el encargado de organizar las guardias. Como siempre, se sintió abrumada ante aquel hombretón, de casi dos metros de altura y gran envergadura, mientras ella apenas alcanzaba el metro y medio.
-Hola Teniente -Dijo, estirando el cuello hacia arriba todo lo que podía
-Buenas tardes, pequeña- Comentó educadamente el oficial- ¿Querías algo?
-Bueno, pues... ayer había aquí un soldado de guardia, que me prestó algo, y querría devolvérselo; se llama Fernando. ¿Sabe usted dónde está?
-Comprendo-Dijo, sonriendo bajo su poblado bigote- Te refieres el recluta Lagos, ¿verdad? pues hoy no está: ha tenido sus primeras maniobras con fuego real.
-¿Qué?-Casi chilló, aterrorizada. Sabía que normalmente las maniobras, consistentes en patrullas de vigilancia, solían terminar antes de las siete, y eran casi las ocho -¿Está bien?
-claro, niña, no te preocupes. Tuvieron que perseguir a un grupo, así que se han alejado bastante. No volverán hasta algo más tarde.
-Menos mal. Entonces, ¿ya no hará más guardias?
-¡claro que sí! es más, creo que mañana, casualmente, la va a tocar una, justo a esta hora -Dijo, guiñando el ojo, entre grandes risas.
-¡Gracias!-Respondió Sam, gentilmente- ¡Hasta mañana!
Sam salió del Cuartel a toda prisa.
Las calles, como era costumbre a esas horas, aún diurnas, pero con la noche abrazando ya cada rincón con sus sombras, estaban muy poco pobladas. Samanta se apresuró por las zonas deshabitadas. Siempre pensaba que era una auténtica pena dejar estas zonas así, cuando la mayoría de los edificios estaban en buen estado. La plaza en la que se encontraba, por ejemplo, era gran muestra de ello, pues todas las casas que formaban un octógono perfecto alrededor de ella estaban vacías y selladas, incluido el antiguo Ayuntamiento, que allí se encontraba. Sólo delataba tal situación los coches abandonados y destrozados, las ventanas destrozadas de las casas formando grotescas caras de roto semblante, y las hierbas que crecían aquí y allá, sin el más mínimo cuidado. “Qué forma de desaprovechar -Pensaba- Aunque, después de la Llegada, no quedó mucha gente para llenar estas casas”. Era un pensamiento frecuente esos días, más aún cuando pasaba por allí, lo cual era a diario.
De pronto, nada más dejar la plaza por una callejuela, escuchó un sonido familiar, que se iba acercando. Miró hacia el final de la calle mayor, y, mientras se aterrorizaba como pocas veces en su vida, comprendió: era la alerta de invasión. Habían Entrado en la misma ciudad.
Justo delante de ella.
Algunos de Ellos ya la miraban con ojos ávidos. Se acercaban con lento paso. Comenzó a escuchar los primeros disparos hacia el final de la calle, aunque no podía verlo: algo negro se lo impedía. Se dio cuenta de que era uno de Ellos, de los Grandes. Ahora oía gritos.
Comenzó a correr, perseguida por una tropilla de Ellos. En su agitada mente, sólo pensaba en los lemas del Cuartel: “Si Ellos vienen, corre, escóndete, y no te dejes atrapar. Si te Llevan, nunca volverás”. Decidió precipitadamente volver sobre su paso hacia el Cuartel. Detrás, escuchaba gemidos, chasquidos de huesos, y un edificio derrumbándose. Y pasos. Pies corriendo desordenadamente hacia ella, con avidez.
Finalmente llegó a la plaza, donde se detuvo para recuperar algo el resuello: tardarían unos segundos más que ella en subir la empinada cuesta de la callejuela. Aprovechó esos segundos para intentar ordenar sus asustados pensamientos.
“Bien, he corrido, ahora toca esconderse” Sabía que no podría mantener ese ritmo demasiado tiempo. De pronto, a sus espaldas, escuchó sus gemidos; el tiempo apremiaba. Se acercó a las casas, buscando algún hueco para entrar, alguna puerta abierta, pero no encontró ninguno. Los disparos se multiplicaban. Los gemidos se acercaban. Cuando se dio la vuelta, descubrió que había gastado demasiado tiempo: estaban a apenas veinte metros. Desesperada, miró a su alrededor, buscando algo que sirviera como arma, aunque sabía que no debía hacerlo. Cada vez estaban más cerca: formaban un semicírculo alrededor de ella, apretada contra la pared.
Justo en ese momento, vio a su lado el maletero abierto de un coche. Apremiada y desesperada, entró en él justo cuando uno de Ellos casi la agarra, y cerró.
Escuchaba los gemidos.
-Oh, por favor...
Los oía acercarse.
-Dios Mío...
Los oía arañar el coche.
-Por favor, que paren...
Comenzaron a golpearlo.
-Por favor, que paren...
Las bisagras del viejo maletero crujían. Casi estaban sueltas...
-¡No! Por Dios, no dejes que me Lleven... ¡No!
Las bisagras cedieron.
Sin embargo, los sonidos pararon.
El maletero se abrió, y, ante ella, con trazos de sangre en la cara pero sonriente, estaba Fernando. Los mortecinos rayos del sol le iluminaban el rostro.
-¿Estás bien?
Esperanzada, aliviada, salvada, Samanta se sentó, con los ojos repletos de lágrimas, en el maletero, extendiendo las manos hacia esa sonrisa...
...Que se convirtió en rictus de dolor. Uno de Ellos le mordió en el cuello, para luego tirar fuertemente, arrancándole un gran gajo de carne.
Samanta observó, paralizada, cubierta por la sangre salpicada de su amor. Él mordía salvajemente a Fernando.
El shock la dejó estupefacta. Su cerebro se bloqueó. Sólo logró mirar hacia delante. Y entonces le vio.
Era el Susurro.
Su níveo cuerpo, la perfección de sus movimientos, contrastaban con la masacre a su alrededor, con la sangre que hacía derramar a su alrededor. Cualquiera que cometiera el terrible error de acercarse a él, de intentar detenerle, era recompensado con una muerte rápida y brutal, reducida a pedazos de carne flotando en el aire durante un segundo, en un tornado de destrucción, como si tocar esa capa, ese cuerpo, fuera un delito castigado por los dioses.
Ellos se acercaron, mas no podían detenerle. Su mortal danza proseguía. Samanta, totalmente paralizada, observando el terrible festín y el sangriento baile, creyó ver una sonrisa bajo esa capucha. El Susurro levantó una mano, y cerró el puño. En un instante, todas las ventanas de las casas y los coches estallaron: Ellos trastabillaron: Samanta parpadeó. Cuando abrió los ojos una milésima de segundo después, los fragmentos volaban alrededor del Susurro, un tornado formado por letales cuchillas de cristal.
La mente de Samanta sólo pudo ver belleza. La luz del atardecer se reflejaba en los cristales formando cientos de arco-iris. En el centro, la brillante silueta del Susurro se erguía en un mar carmesí.
Lo contemplaba, extasiada. Creyó ver esa sonrisa de nuevo. El Susurro abrió la mano, y no vio nada más.
Nada.
sábado, 12 de diciembre de 2009
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